Testimonio del periodista Iván Reyna, comunero de
Asia, que fue testigo de uno de los mayores despojos territoriales del Perú
republicano. Desde entonces está impedido, como el resto de peruanos, a
disfrutar de esas arenas que forman parte de un pasado cada vez más lejano.
Corrían
los primeros años de los 80, y siendo un adolescente, caminaba de sol a sol por
sus extensas playas en busca de las ricas machas que formaban parte de la
economía familiar. La sequía en el valle llegaba a su sétimo año. El mar era la
despensa del pueblo con sus peces y mariscos. Ninguna casa interrumpía el
sólido horizonte marino. Sólo las de arena, claro, las que construía en mis
juegos de infancia.
Llegó
el año 83, y el calientísimo Niño arrasó con las machas y los peces. Los
huaicos atacaron desde el otro bando. La tierra tembló. Ese verano me marcó
para siempre. Las playas empezaron a tener nuevos dueños. En serio, la
impotencia de un menudo muchacho que ve cómo le despojan de su arenal, y no
poder hacer nada ante los inquilinos que levantan casas en serie, es algo
irreconciliable. Empezó a dibujarse un nuevo mapa de ricos contra pobres. Lo
paradójico es que esta historia la escribieron los propios asianos. Claro,
algunos, sin bandera y sin identidad. Son llamados traficantes de tierras
también.
La miseria del poder
Fue
recién en la época de los noventa que el despojo se consumó. Así nació el
Boulevard de Asia, el emporio comercial con multicines, cajeros automáticos,
emisora de radio, helipuerto, campo de golf y truculentas discotecas que han
enfermado al verdadero pueblo de Asia con sus trajines nocturnos. Drogas,
prostitución y asaltos son las contribuciones de este oscuro rincón. Dejamos de
llamarnos Asia, ahora decían “eisha”.
En
paralelo, brotaron los clubes de playas privadas, las lujosas residencias. Y
tras cuernos, palos. Cerraron los ingresos a las playas públicas. Huachimanes,
cercos y paredes impedían el paso. Siempre quedaba Sarapampa, ese era nuestro
consuelo: cuatro kilómetros de playa no podían desparecer de la noche a la
mañana. Ilusiones que volaron como un castillo de arena. En enero de 2012
fui con mi familia a Sarapampa, donde siempre acampaba, donde siempre pescaba.
Pero, no faltaba más, el acceso nos fue negado. ¿Y la Ley 26856 que determina que
las playas del litoral del Perú son bienes de uso público, inalienables e
imprescriptibles y tanto su ingreso como su uso son libres?
Tanto
es el poder que, después de arrebatarnos las playas, empezaron a pelearse entre
poderosos. Apenas corrió el anuncio de que Revolutions Perú construiría un
hotel-casino y con atención todo el año muy cerca del boulevard, la competencia
le paró en seco. Le dijeron que promovería ruido, congestión y desorden. La
jugada era no darle licencia. Pero Revolutions metió maquinarias a sus
terrenos. Desenterraron una veintena de esqueletos humanos del año 1,500 antes
de Cristo. Estaba en terreno intangible, declarado Patrimonio Cultural de la
Nación en 1990. Sin embargo, la empresa se zurró en el tema. Siempre hay un
“Felipillo” a mano. En este caso, el arqueólogo Luis Felipe Villacorta, que
trabajaba en el INC, y que blindó a la trasnacional con un certificado de
inexistencia de restos arqueológicos. El viejo truco de Juez y parte. Igual,
Revolutions, aceptando tácitamente la existencia de momias, se comprometió a
construir un museo de sitio para exponer los restos y piezas encontradas. Hace
unos días nos enteramos que Revolutions no va. Y más bien ha pedido la
devolución de casi medio millón de soles. Lío de blancos, claro. Pero, ¿y los
restos arqueológicos?
Otro
hecho que levantó polvo fue lo ocurrido en 1996 con el cantante Raúl Romero. La
comunidad de Asia nunca le vendió un centímetro de playa. Fueron sólo unos
dirigentes quienes cedieron el terreno de manera ilegal. Estos dirigentes
después fueron expulsados de la comunidad. Pero el daño estaba hecho: decenas
de campesinos fueron masacrados por defender sus tierras, algunos fueron a
prisión, y uno murió -después- tras las balas de los guardias de asalto. El
gran despliegue policial, que incluyó caballería, se explicó años más tarde,
que tras bambalinas estuvo el inefable Vladimiro Montesinos.
Entonces,
reventó el chupo, se descubrieron otras ventas ilegales, y sólo unas cuantas
con la autorización de la comunidad. Por esos años todavía quedaban playas
públicas. Sarapampa estaba libre de cemento. Fue el inicio del fin. En la
actualidad todo Sarapampa está vendida, de cabo a rabo. Incluso los clasistas
de Patria Roja y la Derrama Magisterial tienen sus aposentos allí, con canes
bien cebados que impiden que uno se acerque a esa “propiedad privada”.
Historia que se repite
Pero
esta historia de desidias y contradicciones no es nueva, le viene al asiano
desde su origen. Se podría decir que es algo genético. Al escarbar el pasado de
Asia -mi propio pasado- me enteré que sus primeros pobladores, los que
decidieron quedarse a vivir en este territorio hace 6 mil años, están
enterrados a unos diez metros de profundidad, bajo capas de huaicos. Así lo
reportó el arqueólogo suizo Frédéric-André Engel, cuando estuvo por este valle
en 1959. Allí, bajo tierra, están pescadores, agricultores y tejedores
incipientes. Según Engel, estos pobladores primigenios vivieron en una
época dramática, de temor y pánico, al soportar, por un lado, los fuertes
aluviones que les obligaba a refugiarse en las faldas de los cerros, y por
otro, a defenderse de las organizaciones vandálicas que llevaban destrucción a
su paso.
Para
el año 500 d.C se levantó Huaca Malena, el sitio arqueológico más destacado de
Asia, que inicialmente fue un morro para divisar saqueadores y bandidos; y
luego un exquisita pirámide de seis plataformas donde se rendía culto a los
dioses y las buenas cosechas. Sin embargo, siempre según Engel, pronto el
monumento fue abandonado (entre el 550 y 750 d.C.) por la mortandad que
causaron inclementes sequías y una devastadora epidemia.
Foto:
Iván Reyna
Después,
los pocos asianos que quedaron fueron sometidos por los wari que se hicieron
dueños del valle. Los wari dejaron cuatro mil tejidos en Huaca Malena, el sitio
con mayor cantidad de textiles en la costa del Perú. Más tarde llegaron los
incas. Ellos dejaron cementerios en Huaca Malena, El Tambo, El Pacae y en la
misma isla guanera de Asia. La cadena de sufrimiento continuó con los españoles
que impusieron su cruz y esclavizaron al pueblo. Ahora nos despojan de nuestras
playas –que antes compartíamos con el resto de peruanos-, las privatizan, y no
pasa nada, ni nadie. A cien kilómetros al sur de Lima se vive a la defensiva,
sin tregua ni descanso, la historia se repite, cruelmente, una y otra vez.
Escribe: Iván Reyna
Fotos:
Juan Puelles
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