ASIA: EL FIN DEL RINCÓN ESCONDIDO
Conocí a Gustavo en una parada de Año Nuevo que hice con amigos hace varios años. Redondo, con una frente que poco a poco ganaba más espacio, el pelo bien teñido de negro, una sonrisa apretada y reluciente como su uniforme blanco, pasó coqueto a nuestro lado y con la flema más absoluta propuso:
– Chicos, ¿no quieren que les ponga una inyección?
Ángel, un arqueólogo informal y bohemio, más dado a la conquista de gringas y solícito ante una cerveza destapada, auxilió a un compañero que fue picado dolorosamente en el empeine por un “pastelillo” –variedad de raya no más grande que una pizza personal– limpiando la sangre y conteniendo con varios limones la ponzoña. Habría tenido que chupar y escupir el veneno, pero simplemente no quiso, optando por hacerle mejor una especie de ceviche de pie. Como agradecimiento, le invitamos una buena chita al ajo estilo local, aunque era un pretexto más para disfrutar de un potaje maravilloso de este sureñísimo rincón oculto.
Un día después, participamos de una animada yunza.
Han pasado los años y algo del ánimo de Gustavo se ha ido. De Ángel no se sabe nada, y hay menos comida marina en los restoranes porque ya casi nadie pesca. La comunidad sigue siendo un antojado enquiste terroso a ambos lados de la carretera, el sol sigue dando batalla con sus treinta grados cada día, aún cuesta trabajo dar con el lugar si no se tiene automóvil o buena paciencia para hallar transporte, pero todo lo demás ha cambiado.
Un día a mediados del año pasado, los asianos –así se hacen llamar– se despertaron y vieron unos anuncios con soportes de bambú promocionando un tal Mirador de Asia, Condominio - Club House, sin tener idea de qué se trataba. ¿Dónde podría quedar?, era la pregunta que muy pronto tuvo respuesta.
Y es que otra de esas mañanas, aparecieron de los nada varios postes con alambradas de púas que cercaban las playas impidiendo el acceso de los habitantes. A esta alambrada le seguía un extenso muro de piedras, con una más extensa malla verde. En total, tres proyectos urbanísticos en este anexo –de los nueve que componen el distrito de Asia, Cañete– habían surgido sin pedir permiso ni disculpas. ¿Cómo era esto posible?
Se convocó entonces a una reunión de la Comunidad Campesina de Asia –ente local de gobierno comunitario– y allí, los habitantes de Rosario de Asia entendieron cuatro cosas por encima de sus balbuceantes dirigentes. La primera, que éstos habrían vendido de a pocos las playas sin tener pleno derecho a hacerlo. Dos, que los compradores –a juzgar por los documentos que se obtuvieron– habían usado sagaces testaferros, disfrazados de gente amiga que en un santiamén se había hecho humo. Tres, que los terrenos se habían malbarateado: los legendarios campos cultivados por los culíes se habían pagado como tierra estéril.
Y cuatro: nadie sabía dónde estaba el dinero.
La corrupción de las autoridades no es noticia en Rosario. Armando García huasaquiche, anterior alcalde, fue vacado bajo cargos de nepotismo. Agapito Ramos Campos, el alcalde actual, evita los actos públicos para no contestar los reclamos de su comuna. “De todas maneras no sabe hablar delante de gente, es bien inútil”, cuenta entretenida la pastora Juana, pastora y administradora de un colegio cristiano local. La misma Comunidad Campesina tiene dos facciones que se acusan entre sí de malos manejos y suelen cobrar ilegalmente los fines de semana por el ingreso al pueblo.
Gustavo mismo se aferra a una noción idílica de Rosario. Me dice “va para adelante mi pueblo”, con la emocionada fe ciega de un hombre jugando al bingo. Y es cierto, hay progreso. Han aparecido varios hoteles y restaurantes. Hay tres colegios, uno de ellos privado. Se habla de institutos, los candidatos a alcaldes o regidores se sienten tentados a prometer una universidad.
Rosario de Asia provee de mucamas, jardineros, vigilantes y obreros a los lujosos balnearios sureños, pero además, la llegada de los nuevos proyectos urbanísticos han traído a gente de Lima, obreros animados por los casi 500 soles semanales que puede ganarse aquí contra los 120 que se hace en una obra capitalina. Por ello comenzaron las broncas por cupos: la CGTP debiera respetar el principio del “2 x 1” (dos trabajadores del lugar, uno de fuera), pero las pugnas internas llevaron a tres grandes enfrentamientos que la policía hubo de contener el año pasado. Susan Arias, una joven embarazada, me cuenta que “ha habido heridos, desahuciados de por vida”.
Pero nunca sucedió un hecho tan trágico en Rosario de Asia por motivos de tierra como los cinco disparos que le costaron la vida a César Villalobos Arias, hermano de Gustavo.
El nombre de “Asia” es una consecuencia del tiempo en que cientos de inmigrantes chinos –apodados “culíes”– eran traídos para labrar las extensas haciendas costeras. Y si bien Rosario es un anexo más del Municipio de Distrital de Asia, Cañete, el mismo principio de autoridad debiera aplicarse al “Bulevar de Cayma y Rosario”, nombre oficial del kilómetro 97.5, epicentro de la vida nocturna limeña. Pero ese respeto es una quimera. Con el respaldo del dudoso Poder Judicial cañetano, poco puede hacer el municipio para controlar la voracidad expansionista del poder económico de los balnearios.
La propiedad de César Villalobos –por entonces de 54 años y padre de nueve hijos– se extendía en forma rectangular, desde el frontis de la calle principal de Rosario (la carretera), hasta un atractivo pedazo posterior con vista al mar. El rectángulo había sido partido en tres, y el pedazo del medio vendido a un comprador que a su vez le revendió a un tercero. Este tercero reclamó no solo la parte comprada sino también la parte con vista al mar. Después de negociaciones estancadas, don César se negó a vender.
Gustavo recuerda cómo llegaron los desconocidos. Fue un lunes por la mañana, hace ya un par de años. Un grupo de tres se paró a orinar abiertamente frente a su hotel. Indignado, Gustavo pensó en increparles pero se contuvo. Luego los vio merodeando la zona posterior de la propiedad de César y tuvo un mal presentimiento; se preocupó más al recordar que cuatro de los hijos de César –Dik, Dir, Kid y Emmanuel– estaban haciendo trabajos ahí, acondicionando un espacio para las prácticas budistas del padre. Corrió a dar aviso a César, y luego vio que más desconocidos bajaron de un furgón, contó diez o doce. Cuando César llegó donde sus hijos, los encontró encañonados. ¿Qué quieren?, les preguntó. Que dejen de construir y vendan su propiedad, les dijeron. En un momento de tensión, uno de ellos le disparó a Kid en el pie y cuando le apuntaron a Dik, su padre se interpuso y recibió cinco balazos. Dik sostuvo el cuerpo de su padre mientras éste perdía la vida.
¿Quién mató a su padre? Dik, un joven miloficios que conduce un llamativo Mitsubishi Lancer color verde con todo y spoiler, es quien lleva el caso y tiene el nombre del comprador tercero y la placa de la furgoneta, que está registrada bajo la empresa del mismo sujeto. Pero el caso está atorado en Cañete, desde el 2008. “Solo me queda hacerme empresario, para ser rico y tener el poder para meter a la cárcel al hombre que mató a mi padre”, dice entremezclado idealismo con sed de venganza. Dir, que conversa conmigo haciendo un alto en su moto estilo Harley-Davidson con su hermano Krishna de copiloto, es un boxeador nato, que trabaja también en construcción civil, pero se resiente al hablar del tema. “He optado por bloquear el recuerdo. Si me preguntas, te diré que no recuerdo nada”.
Un repaso al menú típico de sitio hace saltar entre los nombres al picante asiano, una verdadera bomba. Lleva papa amarilla y roja, cebiche de pescado con pota, machas y morochos; charquicán, olluco, varios tipos de cebolla, guiso de olluco, crema de maní y un pescado tipo sudado. La causa asiana, aún no descubierta por Gastón Acurio, lleva entre su piso y techo de papa prensada una salsa de tallarín –de pollo, carne o uña de cangrejo, nunca de pescado. La sopa seca asiana es más verde de lo común, por su dosis reforzada de albahaca y perejil.
Me quedo contemplando la muralla de piedra que parece desplomada encima de una callejuela camino a la playa, por poco y sobre algunas casas. Es una visión sombría y triste. Por este camino varias veces atajé una escapada rumbo al mar. Martha, una joven con el pie izquierdo vendado después de una jornada deportiva, me pregunta si soy de la compañía de luz. “Es que desde que comenzaron las obras, nos quitan luz a cada rato”. Le prometo volver y conversar con ella.
Varios hombres jóvenes engrasan y reparan los motores de sus camiones. Hacerlo con este sol abierto es de por sí un logro. Bajo un pórtico ventilado, varias mujeres rodeadas de niños juegan bingo, pero a falta de fichas, emplean semillas. Todavía queda mucha playa en Rosario de Asia, y si se pregunta, alguien como Susan dirá que “han hecho mal, no nos parece. Nos hemos dado cuenta que nos quitaron nuestras playas cuando ya estaba tapado”. Don Luis –hermano de Gustavo y César– se escapa del trabajo para llenarme de documentos. “A ver si usted los entiende y me los explica”, dice. “Yo no estoy tan educado, solo entiendo que ahí dice que nos han estafado. Yo voy a luchar esto por la memoria de mi padre”.
Me ofrece un aventón a la carretera en su Lancer. Insiste en no saber qué significa su nombre, nunca se lo discutió a su padre porque “él era autoridad en todo”. Mientras me explica sus ambiciones para cambiar las cosas en Rosario, recuerdo las charlas a pie con la gente. No sólo los asianos temen por las playas que poco a poco se les quitan. Los limeños y maleños han traído los primeros robos, han aparecido drogas en las calles. Al antiguo “Asia Pueblo” le ha llegado la hora de transformarse.
La pastora Juana sigue bromeando sobre los asianos y sus entuertos con su criollísima chispa limeña. Su rostro solo cambia cuando hablamos de los últimos dos años, de lo enrarecida que se ha vuelto la vida desde la llegada de pretenciosa de los ricos. “Los blanquitos no nos quieren a los oscuros. Solo nos quieren arrinconar”, saltó con amargura Dir cuando hablamos. Juana no duda cuando me mira a los ojos y me dice: “Hay gente que no entiende que la maldad ha llegado por acá”.
Por: Sandro Mairata
Post a Comment